
Cine / Ocio: DESCANSO Y DIVERSIÓN
CRÍTICA DE CINE/'UN GRAN DÍA PARA ELLAS'
Tiempo de amar, tiempo de morir

Es casi navidad y los buenos sentimientos se encuentran a flor de piel, materializados en hechos y buenos propósitos durante once meses escondidos en el fondo de un armario escasamente ventilado. La falsa bondad impele a la raza humana hacia terrenos verdes y de opíparos frutos que escasos días atrás consideraba ñoños, carentes del más mínimo asomo de credibilidad en un mundo en el que la carroña empieza a escasear y las alimañas ya optan por devorar piezas vivas.
Durante al menos el periodo que va desde ahora a la culminación del día de Reyes el gentío, sabio pagador de los impuestos que hacen grande al ladrón e ínfimo al trabajador, nutrirá su alma de buenos ideales y mejores objetivos aun a costa de saber que, tal como viene la carga de la brigada ligera representada por nuestros políticos, quien no sea capaz de practicar el arte del saltimbanqui con los cadáveres que vaya encontrando a su paso, formará rápidamente parte de ellos.
Pero como es tiempo de aturdir el alma, obnubilar la mente y matar un poco más nuestro sentido común, ¡qué mejor manera que hacerlo mediante el cine y su gratificante manera de rendir culto a la pacificación en aras de la contribución al atolondramiento!
Ahí está, por ejemplo, Un gran día para ellas, cuyo ejemplar mensaje viene a decir algo así como que la fortuna siempre está del lado más oprimido de la sociedad, de parte de un gran grupo de seres humanos con necesidades básicas a quienes les falta alimento y cobijo, sí, pero aparecen sobrados de bondad y sabiduría.
Otra vez la cenicienta a escena, talludita y poco agraciada desde el punto de vista físico, aunque ubérrima en cuanto a lecciones morales y filantrópicas se refiere. Sin madrastra ni hermanastras a las que culpar de forma directa, mas con superiores enemigos en su deambular por el vasto mundo del oprobio humano, pelea en pos de un reconocimiento de obligado premio.
La película adapta una novela de Winifred Watson (escritora natural de Newcastle cuya escasa obra versa sobre las mujeres que deciden dar un giro a sus vidas y plantar cara a los convencionalismos existentes), El día de la señorita Pettigrew, y viene a ser un cuento de hadas en el que las buenas —de talante— se casan con los buenos —de espíritu— mientras ven crecer en su derredor la malicia y la envidia de un mundo adulterado por el dinero; en realidad por la codicia de tenerlo.
No es película de engendrar odios y pensamientos proclives al abandono definitivo de salas en trámite de extinción; tampoco historia para salir ofendido e indignado como en las dos terceras partes de la cartelera anual; ni siquiera, dado su carácter minoritario, evento a sufrir por culpa de la invasión del borrego de turno que siempre sienta su mantenido trasero justo detrás de tu asiento, cucurucho de maíz inflado en ristre, para proferir comentarios que demuestren a la pareja correspondiente lo ducho que está en todo lo relacionado con el movimiento de su única neurona, por lo común válida para el desempeño de tareas en aras de la comunidad.
Se trata, en resumidas cuentas, de un vodevil sin pretensión ni ilusión en el cual el cumplimiento de sus protagonistas, Frances McDormand y Amy Adams (actriz, por cierto, revelación del último cine proveniente de mercados allende los Pirineos), cubre un expediente que el guión no puede hacer dada su falta de adecuación a una mínima originalidad.
Valga como homenaje a las comedias del Hollywood glorioso y a Judy Holliday su sensato ánimo de no ofender a nadie, las ganas de agradar en detrimento de apostar por algo digno de recordar una vez traspasado el umbral de la puerta que exhibe su hora y media de tópicos. Sin embargo, cansados de ver lo mismo bajo diferentes intérpretes y condiciones ambientales, en este caso un Londres de atmósfera pre-bélica y olores dickensianos entremezclados a manera de solemne marco, la conclusión no puede ser más fatua y prescindible.
De acuerdo, estamos en navidad y es lo que hay que ofrecer a un personal que tiene la necesidad de calentarse en el cine porque el recibo de la luz no observa piedad con el asalariado. Hay formas, no obstante.
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