


A tenor de lo sucedido en la última feria del libro de Madrid está claro que el negocio libresco no sufre una crisis, sino todo lo contrario. Las colas han sido tremendas. Y personajes como Risto Mejide, Aida Nízar y Boris Izaguirre han roto todos los records de ventas. Los libreros sonríen encantados, porque el negocio funciona y no me extrañaría que algún constructor se pasara a este ramo cada vez más parecido al suyo: la cosa también consiste en colocar un ladrillo encima de otro y esperar al comprador. Asunto distinto son las editoriales que se dedican a la literatura. La literatura sí está en crisis, y peor que la construcción. Con el tiempo veremos cómo los críticos de postín consagran a estos autores mediáticos. La calidad de los libros tiene un baremo claro: si vendes, eres bueno; si no, algo habrás hecho mal. No es extraño, en este clima, que la feria del libro pierda sus rasgos literarios y que acudan a ella los mismos individuos de escasa moralidad que habitan en el submundo pestilente pero adinerado de la televisión. Y es que los agoreros suelen equivocarse: la era de la palabra escrita no ha terminado. Lo que agoniza es la literatura, porque en un mundo donde hasta la política es una ficción, ¿quién quiere llegar a casa y leer otra novela?
La palabra escrita, sin embargo, triunfa por doquier, aunque para ello haya tenido que degradarse. Nunca se han redactado tantas cartas como en la actualidad y el flujo de misivas postales jamás fue tan enorme como el de e-mails. Personas que no habían escrito una línea en su vida, de pronto se transforman en grafómanos gracias a que internet les concede un espacio donde volcar sus experiencias, pensamientos o bilis.

Abundan los foros donde se discute por escrito de todo lo que nos concierne, desde la posibilidad de una nueva glaciación hasta si El Bierzo es una nación o una nación de naciones, como sospechamos algunos
Y nadie puede negar que navegar por la red implica una actividad lectora: la información que circula por ella no siempre está basada en una reflexión valiosa ni culta, es cierto, pero la gran mayoría de su contenido sólo es accesible mediante la lectura. Abundan los foros donde se discute por escrito de todo lo que nos concierne, desde la posibilidad de una nueva glaciación hasta si El Bierzo es una nación o una nación de naciones, como sospechamos algunos. Por si esto fuera poco, las estadísticas anuncian que se publican más libros que nunca, que las novedades se sobreponen unas a otras con una voracidad implacable, a empujones, como japoneses en la hora punta del metro. Cada día, millones de palabras escritas nos asaltan desde muy temprano como avispas enrabietadas: los periódicos gratuitos que nos entregan agresivamente, las páginas web que se abren sin avisar, el spam que colapsa nuestras direcciones electrónicas, los sms publicitarios que provocan el molesto pitido del teléfono móvil. ¿Estamos ante la era de la imagen o de la palabra escrita? Ni idea, pero estoy convencido de que ya hay algún sesudo catedrático escribiendo un ensayo sobre tan enjundioso dilema.

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