


En el año 2002 gané un premio de narrativa que llevaba el nombre de la institución que lo pagaba, una caja de ahorros que se denomina como la capital española. Para abonarme el galardón me obligaron a abrir una cuenta corriente a la que aún estoy ligado y que se ha convertido en una pesadilla. A veces despierto sobresaltado porque sueño que el osito verde me cobra una nueva comisión, esta vez por roncar. Llevo un año buscando la manera de cancelar esa cuenta sin pagar un céntimo por ello. Es imposible.En la vida no soy vengativo, olvido pronto y perdono siempre, o casi siempre, pero cuando me siento a escribir novelas dejo que el rencor se apodere de mis dedos, que siempre teclean más rápido de lo que mi cabeza piensa, y además tienen más humor. Lo bueno de este oficio es que cualquier suceso puede tener un uso novelesco, o sea, que hasta las desgracias son provechosas, mientras que el resto de humanos se tiene que resignar al suceso en sí, a digerirlo a pelo, sin posibilidad de darle una utilidad posterior.
Ahora bien, la escritura de ficciones no es una actividad inocua, conlleva riesgos, sobre todo si uno tiende a inspirarse en los acontecimientos o las personas que peor le caen, como es mi caso. Hay quien defiende que el novelista es como un actor, y yo estoy de acuerdo. Tiene que meterse en el papel de sus personajes. Para los que escribimos según el método Stanislavsky, esto implica una identificación peligrosa con esos individuos que en principio te resultaban aborrecibles y a los que terminarás queriendo sin posibilidad de huída, porque convives demasiado tiempo con ellos.
La construcción de un personaje obliga a conocer al tipo, indagar y comprender sus motivaciones profundas y en ese proceso uno puede acabar enamorado del secuestrador.

El negocio de los bancos es sencillo: si tienes mucho dinero te ponen alfombra roja, pero si vives al día su tendencia natural es apropiarse de lo que posees
Pero a lo que iba. Desde que gané aquel premio estoy atado a una cuenta corriente que supone un robo pequeño pero constante, doloroso e injusto, euro a euro, comisión a comisión, gota a gota como una tortura china. El negocio de los bancos es sencillo: si tienes mucho dinero te ponen alfombra roja, pero si vives al día su tendencia natural es apropiarse de lo que posees.
El otro día recibí una llamada telefónica de una mujer muy simpática, que me propuso realizar una encuesta sobre la caja de ahorros en cuestión. Me pareció que Dios existía, que realmente se me presentaba la oportunidad de poner los puntos sobre las íes. Se van a enterar estos sinvergüenzas de lo que vale un peine, me dije. El problema es que todas las preguntas versaban sobre el comportamiento de los trabajadores de mi sucursal, a pesar de que accedí a realizar la encuesta con la condición de poder dejar constancia de mi opinión sobre la controvertible política de la empresa. Sin embargo, no me permitieron arremeter contra esa dinámica de quitarme un euro mensual si la cuenta baja de una cantidad, o la de cobrarme 30 euros por una tarjeta visa que nunca he utilizado, o la de requisar un porcentaje por cualquier transferencia que haga, incluso entre cuentas propias etc. ¿Cómo iba a poner a parir a los esforzados bancarios? ¿Cómo poner en riesgo su trabajo si se pasan el día sonriendo y su trato es irreprochable?
Lo único bueno de mi dificultosa relación con esta caja de Ahorros es que conllevará casi con toda seguridad una novela sobre la figura de su presidente, a quien ya he googleado doscientas mil veces para ir familiarizándome con su personalidad. Espero no identificarme con su avaricia cuando la termine; y confío en que la novela salga bien, porque mis dedos vengativos buscan el teclado con una impaciencia esperanzadora.

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