


Internet ha revolucionado nuestras vidas y lo ha hecho para mejor. Lo dice todo el mundo. Para argumentar lo que ya se ha convertido en lugar común se suelen citar las virtudes de la red, entre las que destacan el acceso rápido a información sin necesidad de acudir a la estantería o a la biblioteca y también la posibilidad de hacerlo desde voces y puntos de vista dispares. El lector de El País, por ejemplo, puede saber qué opina la competencia, El Mundo, sin necesidad de comprarlo, y viceversa; quien quiera saber qué sucede en lugares conflictivos, como Cuba, tiene a su alcance el abanico informativo completo, desde el órgano oficial de los comunistas, el Granma, hasta los periódicos del exilio o el blog de Generación Y. El empacho informativo es posible, pero depende de la fuerza de voluntad de cada cual. Hay que saber cuándo parar, cuándo decir: “Basta, ya no navego más, que mañana tengo que madrugar”.
Pero no todo resulta benéfico. La cobardía es un mal que anida en la red como las cigüeñas en los campanarios, y se extiende como una oscura mancha de petróleo en el mar. El fenómeno debería ser explicado por los psiquiatras, más que por los sociólogos. Proliferan por la red discusiones de todo tipo que derivan muchas veces en un intercambio de insultos habitualmente marcados por el peor mal gusto. Quien se atreva a abrir un blog se expone a la llegada de los llamados trolls, término que define a esos tipos ociosos o amargados, o ambas cosas, que se dedican a insultar, unos por placer (poco abundantes y hasta cierto punto provocadores simpáticos) y otros por rencor, que desahogan como pueden ese resentimiento difuso y confuso, siempre cargado de envidia. Esta clase de troll es la más abundante y sus ataques suelen dirigirse contra personas concretas, entre las que nos contamos los novelistas, aunque publiquemos en una editorial mediana y no salgamos en la tele; pero ambos tipos coinciden en que ejecutan su sabotaje desde el anonimato que les permite Internet.

Esta clase de troll es la más abundante y sus ataques suelen dirigirse contra personas concretas, entre las que nos contamos los novelistas, aunque publiquemos en una editorial mediana y no salgamos en la tele
En ocasiones, ocurre la sorpresa maravillosa de que el anónimo insultador es desenmascarado por alguien, a veces por alguna arpía de similar jaez, o que, incapaz de resistir la presión, él mismo desvela su identidad. Entonces, se produce un milagro, casi tan enorme como el del pan y los peces. Quien insultaba con tanto odio, con tan mala uva, se transforma. Al ver publicados su nombre y apellidos se convierte en un respetable padre de familia o algo por el estilo. Los insultos se vuelven elogios. Se desvela como un pelota vergonzante. Se presenta de pronto como admirador del autor del blog o del individuo contra el que arremetía.
Hasta hace poco yo sólo conocía los trolls de El Señor de los Anillos, que si no me equivoco eran aquellos árboles gigantescos que hablaban con Frodo; Bárbol se llamaba el jefe. Un buen día, me insultaron con varios comentarios insidiosos en la bitácora de un amigo, fino novelista. No lo entendía. ¿Quién?, ¿qué?, ¿por qué? Mi amigo me desconcertó con una respuesta que parecía parafrasear una célebre declaración de Mister Ansar: “Si alguien arremete contra ti en un blog, ten por seguro que no lo hace desde desiertos lejanos ni montañas remotas”. Según mi amigo, salvo los políticos y los futbolistas, que realmente son vituperados por gente desconocida, el resto de humanos somos insultados anónimamente por nuestro círculo más cercano, que incluye a vecinos, amigos de la infancia, colegas de trabajo, e incluso primos, padres o hijos. Yo no me atrevería a pensar tan mal. Pero de ser cierto, el aserto demostraría dos cosas: una, que Caín se pirra por internet. Y dos: que si todos fuéramos por la calle con antifaz acabaríamos a tortas. Los apellidos, los rostros, la luz y los taquígrafos, son una salvaguardia contra los peores instintos. Fuera máscaras. O, al menos, insultemos con más gracia.

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