


→ Ver entrega (II). El levantamiento del Dos de Mayo se saldó con una reacción política contradictoria. Mientras en Móstoles —una pequeña villa cercana a Madrid— se declaró la guerra al francés ese mismo día, la Junta de Gobierno de España condenaba con dureza los actos ocurridos. “En contra de nuestros aliados franceses”, se atrevieron a decir. Era el comienzo de la división más importante en los seis años que duraría el conflicto: la de los afrancesados contra los patriotas.
La elección era difícil en aquellos tiempos. La Revolución Francesa era el faro de la Ilustración, de lo novedoso, lo último y el referente a seguir para el futuro. La tradición española parecía caduca, anquilosada e ineficaz. Pero incluso para los españoles más aventajados no todo lo galo era bueno. Sobre todo las formas. El desprecio de los franceses —que les incluía a ellos, los intelectuales y nobles— era tan humillante que muchos dudaron de si el control francés sería bueno para el país. Otros, ebrios de posibilidades de ascenso, se humillaron entre la mofa y befa de los franceses para conseguir unas migajas de poder.
Y luego estaba la ideología imperante. Las clases altas, desde tiempos de los romanos, sólo han temido una cosa: la anarquía. Por ello, durante los días posteriores al levantamiento de Madrid, la mayoría de las autoridades recomendaban calma al pueblo con palabras tan desafortunadas como éstas: “No tenemos Rey, así que debemos esperar a que resuelva esta situación el Emperador”.
Por supuesto al pueblo español no le hizo nada de gracia este tipo de actitudes, y mucho menos este discurso. En marzo, en Aranjuez, el primer golpe de Estado fue llevado a cabo por la nobleza. Dos meses después, los ciudadanos españoles tenían muy claro que los de alta alcurnia habían traicionado el espíritu nacional de independencia ante Francia. Por ello, comenzaron a organizarse poco a poco entre la confusión que siguió durante las tres primeras semanas de mayo, olvidándose de las clases altas. La ironía es que el Dos de Mayo había sido organizado por los mismos diseñadores del Motín de Aranjuez para advertir a Napoleón que no debía enfrentarse con Fernando VII, sino aliarse con él. La jugada se les fue de las manos.
Afrancesados y patriotas
El choque entre las dos posturas se produjo de inmediato. Sólo Extremadura se sumó a la insurrección en defensa de Madrid y Toledo. El general Solero fue el único de todo el Ejército que intentó luchar contra los franceses. Aunque de poco le sirvió, pues murió a manos de los extremistas cuando intentó controlar una situación que se le escapaba. Lo mismo le ocurrió al conde de Torre del Fresno en Badajoz el 30 de abril. Pese a ser favorable al levantamiento, fue ajusticiado por el populacho, que creía que apoyaba a los franceses. El conde de Albalat en Valencia, los corregidores de Vélez-Málaga y la Carolina, los generales Solano y Trujillo —de Cádiz y Málaga— y el conde del Águila en Sevilla fueron también víctimas de la cólera del pueblo. A partir de aquí España se dividiría en dos facciones.
Tras el Dos de Mayo el propio rey Carlos, cuando se enteró de la noticia de la insurrección madrileña, firmó una proclama en la que afirmaba a los españoles que “sólo habría prosperidad y salvación posible para ellos en la amistad del Gran Emperador, su aliado”. Para colmo ese mismo día, el 5 de mayo, envió un oficio a la Junta de Gobierno de España en el cual nombraba a Murat teniente general del Reino. Esto era un insulto directo para sus súbditos, ya que significaba que el Ejército español quedaba bajo mando francés. Carlos IV era un mero instrumento en manos de Napoleón.
Por su parte, Fernando VII intentó que Bonaparte le reconociera como Rey, pero éste le llamaba Alteza Real y no Majestad; es decir, príncipe en vez de monarca. El hijo de Carlos IV, el Deseado por todos los españoles, era tan tímido que no era capaz de enfrentarse al Emperador ni para defender su título real, no sólo ya su reino. Envió a otro, su secretario Escóiquiz, para reclamar su trono. Sin embargo, Bonaparte jugó con ventaja: en 1804 capturó a otro Borbón, el duque de Enghein —primo de Luis XVI—, y lo fusiló tras una parodia de juicio. Fernando no tuvo el valor de las costureras y las manolas madrileñas y su única preocupación tras la velada amenaza fue ceder en las mejores condiciones posibles para él.
La actitud del viejo rey no era muy distinta de la de su hijo. Los españoles se levantaron en armas por su Deseado príncipe, pero éste estaba de acuerdo con su padre en que no se debía luchar contra los franceses. Fernando VII pasó toda la Guerra de la Independencia en un encierro de lujo en Bayona, mientras su pueblo se desangraba por él sin saber que había tomado la decisión contraria que el monarca que tanto admiraba.
Poco a poco, sublevación general
Durante la primera semana de mayo llegaba el correo postal a las poblaciones españolas, que se iban enterando de lo ocurrido en Madrid. La insurrección durante las dos semanas siguientes fue caótica. Las autoridades no reaccionaban como quería el pueblo y el poder quedó en la calle. Los ciudadanos no tuvieron más que recogerlo. Eso sí, el Ejército español se mantuvo en los cuarteles con mayor dificultad porque los soldados comenzaban a no soportar la situación al tener que hacer el trabajo sucio a los franceses. Al final todos los capitanes generales españoles perderán el puesto: de los once existentes, tres fueron muertos por el populacho y cuatro relevados de forma inmediata. Sólo se libró el de Castilla, Cuesta, que rectificó a tiempo.
El día 9 Asturias se enteró de lo ocurrido en Madrid. En Oviedo y Gijón se repartieron armas, pero en cuatro días se frenó la sublevación por miedo a que ocurriera lo que en Extremadura. Los asturianos contactaron con las provincias vecinas de Galicia, Santander y León, pero había miedo a lo que pudiera ocurrir. Pero a partir del 23 de mayo y hasta los primeros días de junio la insurrección se convirtió en algo general, pero con una desorganización absoluta.
La capitulación de Bayona
Entre el 5 y el 10 de mayo Napoleón consiguió que Carlos IV firmara la renuncia sobre la corona española, harto de la situación. Había conseguido lo que quería. Convocó una Asamblea para que redactara la Carta de Bayona y así dotar de un corpus legal al nombramiento del rey de Nápoles, su hermano mayor, José, como Rey de España. Sobre el día 20 comenzaron a recibir los ayuntamientos de las capitales de provincia las notificaciones para que enviaran diputados a la ciudad francesa. Murat las firmaba, como el Emperador ordenaba.
El movimiento popular fue desembocando en la constitución de Juntas, que tomaron la soberanía abandonada por el Rey y que estaba desprotegida por la Gobernación monárquica
Por contra, el movimiento popular fue desembocando en la constitución de Juntas, que tomaron la soberanía abandonada por el Rey y que estaba desprotegida por la Gobernación monárquica. Asturias envió ochocientos hombres a León en torno a esas fechas. El Ayuntamiento leonés recibió la notificación del duque de Berg el 24. Tres días después declaró la guerra a los franceses tras un breve debate sobre qué hacer. El 29 León conoció la noticia de que Carlos IV había renunciado a la corona en favor de la familia Bonaparte. El día 1 creó su Junta de Defensa Patriótica, antecesora de la Diputación Provincial.
El proceso fue similar en toda España. Entre el 22 de mayo y el 30 del mismo mes la península se levantó contra los franceses y las autoridades que los apoyan. En Badajoz asesinaron al capitán general como ya se ha contado. El 24 se alzaron Murcia, Valencia, Oviedo y Zaragoza. El 25, Barcelona, Lérida, Gerona, Manresa y Sevilla. El 29, León, Granada, Málaga, Cádiz y La Coruña. La guerra de independencia contra el invasor francés había comenzado de forma oficial.
:: El Reino de León recupera su soberanía
Tres meses de independencia de Castilla
La circunstancia más curiosa que se produjo en todo este caótico proceso fue la recuperación de facto de la soberanía del Reino de León con la creación de la Junta de Defensa el 1 de junio. Al fallar las autoridades absolutistas a la hora de controlar la situación, fueron los ciudadanos los que tomaron “las riendas de la cosa pública” (la res publica). La falta de rey, la inoperancia de la Junta de Gobierno de España, la resistencia de las capitanías generales y los cargos absolutistas a ceder ante las intenciones del pueblo causaron que en toda España las juntas asumieran el poder soberano del pueblo.
Por tanto, la creación de esa Junta de Defensa acarreó la separación política del Reino de León de los demás reinos de España, que también asumieron su propia soberanía creando juntas patrióticas. Eso significó la escisión temporal de León de la Corona de Castilla -hecho que no se producía desde la coronación de Juan I de León en 1296, que reinó hasta 1301, otro momento desconocido de la historia leonesa- y la toma de decisiones propias. La asunción del poder duró casi tres meses, hasta que se creó la Junta Central el 25 de septiembre de 1808. La Junta Patriótica de León le cedió todos los derechos soberanos que había tenido que asumir por la emergencia.
El camino no fue fácil. El capitán general del Reino de Castilla la Vieja, Gregorio Cuesta, se negó a reconocer a la junta leonesa. Incluso llegó a detener a los diputados que envió a las Cortes de Cádiz. La junta castellana se posicionó en contra de la leonesa, sacando a la luz de nuevo el conflicto histórico que surgió en el siglo XI —y que se reproduce hoy en día— entre estos dos reinos. Al final, tras el desastre de la batalla de Rioseco, el 14 de julio, la Junta de Castilla tuvo que refugiarse junto a la de León en Ponferrada. Allí se unieron bajo el nombre Junta de León y Castilla. Pese a la oposición castellana y del general Cuesta, en esa ocasión tuvo el mando León.
